La vi por primera vez aquella tarde de finales de junio. Yo acababa de cumplir seis añitos y jugaba con mi nueva muñeca en un rincón del patio, junto a la verja.
Mi abuela bordaba junto a mí, sentada en su mecedora mientras tarareaba la melodía de un bello vals de Chopin; el mismo que sonaba en la radio desde el interior de la casa. Entonces la vi aparecer de la nada. Revoloteaba caprichosamente por entre las blancas margaritas, los geranios y los jazmines.
Entusiasmada, la perseguí con la mirada un buen rato. Me parecía que danzaba al son de aquel vals por un palacio de flores de cristal. Como vestida para la ocasión, lucía sus más bellas galas... ¡Nunca había visto una mariposa así!.
De repente la música paró, se rompió el hechizo, y pude ver sorprendida cómo la mariposa se posaba plácidamente sobre el hombro de la abuela para descansar de su baile. Durante unos segundos se quedó allí quieta, inmóvil, esperando a que la abuela levantase la vista de sus labores y le sonriera. Por unos instantes, ambas cruzaron sus miradas con cierta complicidad, como si ya se conocieran...
Luego, la mariposa se elevó suavemente por encima de la verja y volando calle abajo desapareció...
Más tarde intenté dibujarla en mi cuaderno pero entre los lápices de colores no encontré ninguno que se pareciese al color de sus alas. Fui a preguntarle a la abuela y ella enseguida supo dar con el color exacto, señalando a una de sus bobinas de hilo, me dijo:
- Es una mariposa de color añil.
Esa noche soñé con ella. Al día siguiente, cuando regresaba de jugar en el parque con el abuelo, me esperaba en casa una maravillosa sorpresa… Como por arte de magia, con sus ágiles manos, mi abuela había conseguido atrapar a la bella mariposa en su aro de bordar. Era una copia exacta. Idéntica. El mismo añil aterciopelado de sus alas.
¡ Sólo le faltaba volar!.
Yo estaba muy contenta porque así la mariposa no escaparía y podría contemplarla el tiempo que quisiera. Por la noche, mientras mamá me bañaba, le dije que de mayor quería hacer la misma magia de la abuela. Quería aprender a retener en aquel aro mágico todas las cosas bellas que encontrara.
A la edad de doce años ya sabía bordar medio bien. Creo recordar que la mayoría de mis primeros bordados se quedaron allí en el pueblo. Mi abuela los guardaba con tanto cariño en su baúl que se los regalé. Pero el de mi mariposa, yo misma lo metí cuidadosamente en una de las cajas, el día en que mamá y yo hicimos la mudanza para trasladarnos a la ciudad. Todavía hoy, después de tantos años, lo conservo. Allí permanece aún, inmóvil en el tiempo, mi mariposa de color añil...
A veces pienso que hay algo en la condición humana que nos impulsa a pretender hacer cosas que duren para siempre. El tiempo transcurre tan veloz que, por más que intentamos atraparlo, inevitablemente se nos escapa por entre los dedos y le perdemos el rastro, y es entonces, cuando menos lo esperamos, al doblar una esquina, al oír una antigua canción o simplemente al abrir un cajón, cuando sale a nuestro encuentro, renovado, vestido con amables recuerdos que parecían destinados al olvido.
Algunas noches en las que no puedo dormir salgo a la terraza para dejar que la suave brisa nocturna me sople en la cara y peine mi cabello hacia atrás, consigo así recuperar la sensación de sentirme viva como cuando estaba en la casa del pueblo. Vuelvo a sentir de nuevo aquel aire fresco impregnado de flores y disfruto como una niña pequeña. Como la niña que era, como la niña que, a mis casi ochenta años, sigo siendo en el fondo de mi alma.
Supongo que la abuela sentiría algo parecido cuando salía por la mañana muy temprano al pequeño jardín de detrás de la casa y hundía los pies en la hierba todavía húmeda por el rocío.
Me encantaba verla hacer eso. Por aquel entonces pensaba que se trataba de una manía de las suyas. Ahora creo que todos tenemos nuestras propias formas de huir del implacable paso del tiempo, rituales que nos impregnan, a través de los sentidos, de ese algo eterno que reside en el presente.” .